Hierro. Por Isabel Alcántara

María se levantó del piso con vértigo. La boca del estómago se le iba extendiendo igual que la niebla en los ojos no puede ser, no puede ser, no puede ser…, se le escurrían las lágrimas y se le llenaba la boca con el sabor del hierro: sangre, sudor, bilis, miedo, coraje, saliva, lágrimas, las mujeres estamos hechas de hierro, de yerros, decía el cabrón de mi padre. Reconocía esa flema espesa que se le atoraba en la garganta, que le invadía la boca, se parecía al hambre, otra cabrona que se te avienta sin consideración.

Afuera, en la calle, aún se sentía el fresco de la mañana bajando de la montaña, el sol apenas dejaba que se distinguieran las cosas, se tarda lo que se le pega la gana. En el camino de tierra, una luciérnaga agonizante le guiñaba un destello de estrella extraviada, de quemada entre muros grises, vida titilante consumida. La espalda húmeda también quemaba, ardía, la carne viva pelada, raspada por la pared de tabicón, la camiseta mugrosa se sentía como látigo, ella como mula, bestia de carga, cargada. Cuidaba sus pasos, veía sus piernas raspadas como cuando era chiquita y jugaba con los niños de la cuadra, los mismos de anoche, que también se raspaban las piernas, nomás que entonces todos nos reíamos.

Hierro: la maestra de biología les dijo que la sangre tenía ese sabor porque contenía altos niveles de ese mineral. María se tocó las rodillas pastosas de lodo rojizo, ese era su yerro, su sabor mezclado con la inmundicia; la biblia decía que el hombre estaba hecho de arcilla y ahí estaba ella con su carne pelona y la sangre revuelta.

Desde que la gente se enteró de que su padre abusaba de ella, no la bajaban de puta. Ni su mamá la quería cerca y siempre negaba que su marido tocara a su hija, eso dice porque quiere llamar la atención, ya no sabe ni qué inventar. Sus compañeros la molestaban diciendo que también querían probarla. Sabrosa, silbaban entre dientes como serpientes cuando la empezaron a tocar, a golpear, a penetrar. Ahí estaba de nuevo ese asqueroso sabor a yerro, el vértigo, el vómito, la sangre reptando por la garganta.

María llegó a su casa cuando el sol aún no se levantaba lo suficiente, en el último parpadeo de la luciérnaga; reinaba el silencio de las mañanas interrumpido por uno que otro sonido de un cuerpo acomodándose entre las sábanas, la respiración profunda del olvido, el sobresalto de un ronquido; afuera se escuchaba un ladrido lejano que se iba perdiendo, se degradaba en el espacio como todo lo que alguna vez causa asombro, como el dolor o la vida. Todo menos la muerte que llega y se clava directa, profunda en la tierra, se yergue en la mente, en la memoria traicionera que no se cansa de evocar las ausencias y malvende lo que hay y podría ser para lanzar un guijarro al abismo con la esperanza de colmarlo algún día. Se quitó las calcetas y humedeció una para limpiar sus rodillas ensangrentadas. Gotitas de agua escurrían por su piel y el eco de las lágrimas rodaba por sus mejillas, de espalda al espejo intentaba ver de reojo y limpiarse los rasguños en el torso desnudo, su cabello grasiento caía en pesadas columnas que le azotaban las heridas. Entre sollozos, con la mirada turbia por el dolor, vio una figura deforme en la puerta y alcanzó a escuchar en la voz de su madre: puta.

Los días pasaban y se multiplicaban como los gusanos en la carne putrefacta, acumulándose en su vientre, en sus pulmones, las manos que le hormigueaban, las piernas pesadas, la espalda en cuyas heridas ya sólo quedaba la sensación de insectos, bichos que manaban de sus ojos entrecerrados durante las clases, la voz de los maestros gritando para despertarla, el hambre que casi siempre culminaba en vómito y el mareo, el vértigo que desfiguraba los objetos, a las personas, los paisajes, sonidos y hasta los aromas. Lo único capaz de serenarla era sentir el viento del monte golpeando su cara, el sol penetrando su piel, la humedad del pasto y la tierra bajo sus piernas; intento de flor de loto, María se preguntaba si los árboles sentirían la frescura de la tierra a través de sus raíces, si los muertos serían capaces de percibir el aroma a hierba húmeda y si finalmente el suelo aceptaba mezclarse con la sangre de los cuerpos para brindar una nueva oportunidad de volver a ser materia prima, privilegio que el hombre se negaba al enterrar los cadáveres en un cajón de madera o quemarlos hasta reducirlos a cenizas, qué estupidez, creer que se puede venir del polvo, que se vuelve a la tierra pero al morir se le impide a la sangre volver a su destino. Se recostó sobre el pasto y acarició la hierba con la yema de sus dedos, aguzó el oído esperando escuchar el silencio pero muy pronto la invadieron los sonidos de las personas, de los coches, los animales; aquí nada es puro, excepto la tristeza, quizá.

María se detuvo frente a la imagen de la virgen cargando a su niño y sintió deseos de decirle puta; miró alrededor y vio algunas personas sobre la calle por donde pasó un coche con corridos a todo volumen, el pinche Caco, sólo él puede, y dejó un envase de cocacola sobre la vitrina de la virgen para salir corriendo hacia la camioneta del sonido. El Caco, enfundado en jeans negros, camisa a cuadros, cincho y botas cafés con motivos blancos y sombrero claro la miró de arriba a abajo con una sonrisa socarrona y se acercó para hablarle. María apenas soportaba el aroma penetrante de su loción y contenía el vértigo que le provocaba el aliento de ese individuo que no guardaba ningún respeto por su espacio personal, ¿quién lo hacía?, que representaba el ejemplo de la oportunidad bien aprovechada de sacar dinero fácil jodiéndose a la gente, que infundía miedo sin respeto, como una rata rabiosa que se desliza entre la inmundicia y que, además, era su única esperanza.

El Caco aceptó ayudarla a terminar con su situación siempre y cuando ella se aventara unos trabajitos para ganar dinero y poder empezar en la ciudad, donde nadie la conocía. Llegaron con los doctores, a una casa acondicionada como una especie de clínica en la que se veía a la gente ir de un lado a otro sin demasiada prisa y en la que, a pesar de la cantidad de gente que había, reinaba el silencio la mayor parte del tiempo. María vio varios crucifijos colgados en las habitaciones por las que iba pasando; al llegar a donde la iban a revisar, notó una imagen mucho mayor de la virgen cargando a su niño y una paloma blanca sobre ellos, pinche buitre, coronando la escena. Un hombre mayor se acercó hasta ella y dio las órdenes para prepararla. Así, nada más. No preguntó su nombre, su edad, nada. Directo al matadero.

María pasó días horribles, quizá fue un solo día muy largo, un día sin noche en que las luces la torturaban constantemente, en que los sonidos nunca cesaban y los pasos la rodeaban, los gritos, portazos, más gritos, lamentos, sollozos.  Sentía su sangre resbalando por la piel, los dientes de las bestias hundiéndose en su carne, los miembros exhaustos incapaces de moverse, la boca del estómago hinchada, a punto de reventar y la garganta inundada con el sabor del hierro. Quizá eso era la muerte, un resumen de su vida, la condensación de todas las sensaciones, las emociones, los sentimientos, vivencias y decepciones.

Se hizo consciente de la vida que aún tenía una noche calurosa, sentía el sudor pegado sobre su cuerpo, la tela pegada a su piel, adherida, quemando. El ardor inconfundible de la carne en contacto con otros materiales, la ausencia de la piel y las lágrimas incontenibles que despertaban sus mejillas y sus labios, ¿qué pasó? Nadie respondía, nadie le hablaba pero la veían de reojo, la revisaban casi sin notarla, poniendo atención en su cuerpo como cuando se va a comprar un pedazo de carne en la carnicería. Cuando la encontraron en buen estado le dijeron que se iba, ¿a dónde?, a donde mereces, putita, ahora sí vas a saber lo que es bueno.

María aún se tambaleaba, las piernas no le respondían del todo y estaba tan concentrada en no caer de nuevo al piso que no vio cuando la metieron en un coche. Miraba sus pies desnudos y sintió vergüenza; se recordó a sí misma, los mismos pies desnudos colgando y jugando mientras su papá se sentó a su lado y le acarició el cabello. Sintió dolor. Los mismos pies desnudos cuando su mamá la encontró llorando en un rincón del cuarto y le pegó llamándola puta y mentirosa porque no creyó lo que le había dicho. Esos pies que la habían llevado tantas veces de su casa al otro infierno que era la escuela, en el que sus compañeros la habían obligado a pasar entre ellos como un balón en un juego macabro, sus pies desnudos sobre la cama tiesa donde un doctor de cara fría y manos ensangrentadas se metió en sus entrañas para extraerle una muerte incrustada en la carne, el miedo de la vida, el regalo de dios y su buitre blanco. Ahora estaban ahí, sus pies sucios, llenos de tierra, lodo, sangre, ¿es mía?, deseando hundirlos en una fosa, en un abismo, tantas fosas comunes encontradas así al azar y yo no tengo la suerte de aparecérmeles. Quiso sentir el barro entre sus dedos, bajo sus plantas sin raíces y escuchó la sirena llamándola en tonos rojos y azules.

Volvió a sentir el vértigo en la boca del estómago, el coraje, la bilis y el sudor, en su lengua la sangre y la amarga saliva, su rostro ya sin lágrimas, sin miedo. Las reas le gritaban para que se levantara y se defendiera, mete las manos cabrona, aquí ya no estás en tu casa, tu mami no va a venir por ti. Veía sus rostros como destellos coléricos, luciérnagas infernales, en un ambiente brumoso, gris y pensó en los puercos, en las gallinas, en los perros famélicos peleando por los pedazos de desperdicios; miró el piso y un poco de su sangre batida en el concreto. Ahí ya no había tierra que se le pegara en las heridas, ahí, el dolor se quitaba con un trapo y con detergente, a veces con un algodón y agua oxigenada. A su mente vino la palabra “aséptico” y escupió.

 

Imagen: 1)  http://divcomedia.blogspot.mx/2011_10_01_archive.html

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