Las flores de Jacinta. Por Guadalupe Suárez

Era de noche, en el patio la luna llena fundía de luz las ramas de los árboles, que con el ir y venir del viento buscaban hipnotizar con formas curiosas el piso. En el centro del patio una jacaranda regalaba una alfombra violeta que se extendía marcando la redondez de su sombra.

Jacinta nacío en esa casa esa mañana donde los dolores de parto la expulsaron a un mundo en el que, antes de recibir cobijo, recibió un golpe en la cabeza. Su madre lloró tres horas mientras ella yacía en el piso, aún conectada con el cordón umbilical. Desde ahí podía ver el patio, la jacaranda y las jaulas de los conejos. Jacinta supo enseguida que ésa sería su casa, y que ese patio rodeado de vida le ofrecía la entrada al mundo.

Con el paso de noches y días, de lunas y soles, creció. Una mañana cuando regresaba del pueblo se dio cuenta de que su madre ya no estaba: nunca volvió a verle. Sin embargo, no era necesario, había aprendido lo suficiente para vivir sin ella. Sabía que cada semana había que matar un conejo, que la carne había que lavarla bien y guardarla en la tinaja de arena. Que la carne que no consumía había que salarla y colgarla al sol. Que esa carne seca se vendía en el tianguis de los domingos en el pueblo. Que si vendía dos kilos de carne salada, era suficiente para vivir una semana.

Sabía que los días eran largos, y que por las noches podía salir al campo a ver las estrellas, sobre todo en las noches de mayo. Sabía que los días de diciembre había que abrigarse; que si se le olvidaba abrigarse le ardería el cuerpo en temperatura, y que ésta sólo se cortaba si se bañaba con agua helada del pozo. Sabía que a los conejos no había más que ponerlos juntos: ellos conocían su camino, y que, de poner dos juntos en la noche, unos días después serían más de dos, mucho más de dos.

Así que no dudó en vivir, no detuvo ni un día su vida. Por las noches dormía hasta avanzada la noche, y por las mañana hasta medio día. Trabajaba en el patio cortando hierbas y regando plantas. Bajaba al pueblo sólo para vender los domingos y para comprar comestibles los miércoles; cada día era nuevo, cada día empezaba diferente.

Jacinta rondaba los 15 años: unos años atrás habían llegado sus primeras lunas rojas. Lienzos de tela suave la acompañaban arropando su entrepierna y aliviando el sentir de su vientre. Eran días de dormir un poco más y de tomar tés calientes.

Pero una luna llena no se tornó roja, era sólo luna. Jacinta tenia la edad suficiente para saber que esa ausencia de color se debía a los encuentros de las noches de mayo. Que había que tomar otras medidas y que había que actuar pronto.

Muchas cosas había aprendido durante los años en que creció sola. Entre ellas, a curar su cuerpo con el uso de diferentes hierbas. Algunas veces cuando bajaba al pueblo preguntaba por el efecto de una o de otra planta, así como su forma de uso más recomendada: cocida, masticada o tomada. Así fue como aprendió que la genciana le servía para fortalecer el estómago, que nada más la raíz de la planta se comía y que si la mezclaba con menta ayudaba a bajar el sabor amargo.

La sábila la cultivaba por montones, porque le sanaba desde un raspón hasta las grietas que se le hacían en los pies por caminar descalza. El gordolobo en té se les daba a las niñas y los niños para la bronquitis. Cuando en las noches no lograba dormir, bastaba un racimo de lavanda al lado de la almohada para conciliar el sueño.

Así que cuando aquellas lunas no se tornaban rojas recurría a otra planta, una más ruda. Hervía una taza con sus hojas y lo tomaba en ayunas; seguía bebiéndolo durante el día, hasta entrada la noche, cuando comenzarían los espasmos. Cuando la tarde comenzaba a caer, ponía a hervir agua. La colocaba en una tina con agua templada hasta el punto en que su piel no se quemara; luego la llevaba hasta el pie de la jacaranda. Ahí, recostada sobre el morado amor del árbol, extendía una manta y se recostaba a respirar profundo.

De su vientre nacía una fuerza que contraía los músculos y que raspaba hacia las piernas. Respiraba profundo. Justo debajo de sus nalgas había colocado una manta más pequeña, que recibiría el resultado de los espasmos. Otra contracción, otro esfuerzo para expulsar, hasta terminar y levantarse para ver lo que su cuerpo había expulsado. Era  un líquido rojo, espeso, parecido al cúmulo de varios meses: no era abundante, sólo espeso.

Cuando las contracciones terminaban, se levantaba y se metía en la tina. Se hacía una lavativa de medio cuerpo hacia abajo. Salía de la tina y se secaba. Con la misma calma de la noche y la frescura del viento, llevaba esa manta más pequeña a una parte del jardín que había destinado a ella. Excavaba un pequeño hoyo y depositaba la manta, cubriéndola con abundante tierra; luego colocaba una planta de flores (esa noche un malvón rosa fue el elegido). La enterraba, la arropaba con tierra, la regaba con agua y la dejaba instalada para que se adecuara a su nuevo hogar, donde florecería y crecería a sus anchas. Después regresaba al pie de la jacaranda y se recostaba a dejar que su cuerpo terminara de relajarse.

El aire la arrullaba, la noche cálida la arropaba para dormir. Y así, entre rituales aprendidos, el cuerpo de Jacinta volvía a ser liviano. Su cuerpo sentía, nuevamente, la ligereza con la que corría por lo campos.

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