San Pablo. Por Montserrat Pérez Bonfil.

¡Aguántate otros cinco minutitos! Celia trataba de impedir que la hinchazón de su vejiga la sacara del catre para sentarla en el excusado. Después de hacer rechinar con vuelta y vuelta los resortes, no le quedó de otra: empujó las cobijas y arrastró los callos hasta el baño.
Ya tenía tiempo que el cuerpo de Celia había agarrado la maña de despertarla a las cinco con una vejiga hinchada.

Regresó al catre y lo hizo rechinar media hora más. Luego le vino la sed de las seis de la mañana. Se acercó a la hielera; sólo había un cartón de leche y un charco de agua que hasta hace un par de noches formaba un masacote  de hielos. Sacó el cartón. Supo, por su peso, que no le quedaba más que un trago, se lo llevó a la boca y escupió baba blanca de inmediato. Abrió el grifo del lavamanos y dejó correr el agua hasta su garganta: dos, tres buches.
A las siete y media, las tripas de Celia empezaron a chillar. La vieja abrió la hielera y contempló el fondo blanco, el charco. Quitó la ropa que cubría la caja de huevo en la que guardaba la alacena, la abrió:  un paquete apachurrado de galletas. Estiró la envoltura y se vació en la boca las morusas que quedaban. Rascó el cartón, invitando a que de alguna esquina saltase algo más. Revolvió los bolsillos de sus delantales. Ni un triste peso.
El impulso de las tripas pegadas la metió en una inspección cuidadosa de sus tres metros cuadrados atiborrados de tiliches.

Pinche Josefina, hija malagradecida…  Que no quiere verme, que no quiere verme… ¡pinche Josefina!

Movió y aventó cosas de un lado a otro.

Al desatar esa bolsa, el hambre se escondió, se le tapó de recuerdos la garganta: un labial, un vestido rojo, unas medias color humo, unos zapatos de tacón.

Se ajustó el vestido, se paró frente al espejo, se delineó labios y ojos. Subió los callos a los tacones. Su cuerpo no llenó el vestido, pero salió a la calle.

Era domingo, estaba casi vacío. No se veía ni la señora de los tamales ni los vienevienes de la cuadra ni los limpiaparabrisas de la esquina. Siguió el viejo camino.

La Calle de Moneda hacía eco a sus pasos y a la ironía de vivir ahí y no tener ni para un taco. Dobló a la izquierda sobre Correo Mayor. Atravesó calle tras calle la mañana del domingo. Llegó a la calle de San Pablo, dobló a la izquierda. Pasó junto a un par de chicas vestidas como ella pero cincuenta años más jóvenes.

Preguntó a una muchacha que olía a agua de rosas cuál era la tarifa.

– Ciento cincuenta de la cintura para abajo y doscientos todo completo.

Ciento cincuenta… Hasta podría cobrar más caro.

– Gracias.

Acomodó sus tacones en un poste familiar. Si hoy me junto 400… empiezo mi ahorro pa’l retiro. Se rió de sí misma.

A las cuatro de la tarde entró al cuarto 105 del Hotel Torremolinos, seguida por dos muchachos.

¿Quién necesita de los hijos? ¡Pinche Josefina!

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